El paraíso perdido se mezcla con las nieblas de lo mundano, un sueños sagrado meciendo los sentidos, desarmando, un sueño encantado, desarticulando de a poco todo el peso, todas las mochilas, aflojando los hombros cansados, un sueño que con mano de madre acaricia suavemente nuestro cabello y nos invita a dejarnos ir.
Recuerdo como si fuera ayer aquellas noches de estrellas, luego de interminables tardes en la plaza. El atardecer, con su horizonte en llamas, se llevaba las ultimas gotas de los juegos, dejando tras de sí, ecos de risas y correrías, y dando entrada al mundo de los ensoñación. No había mejor experiencia, luego de horas invadiendo islas, cocinando para elfos, y volando sobre las cordilleras, que la de descender lentamente en las aguas de la irrealidad, y observar desde el fondo los colores de ilusiones, los peces de fantasías y las burbujas de milenios.
Sin importar que tan emocionante fuera la aventura que corriera con mis amigos, el niño que fui, jamas lamentó ni los faroles encendidos, ni la soledad de mi cama.Puede resultar extraño, que alguien en su tierna infancia no se entristeciera con el final de la tarde. Pero mis mayores aventuras, aquellas que eran totalmente mías, ocurrían todas entre las notas de la guitarra de morfeo, acurrucado con una manta de cielo nocturno.
No entiendo porque suele causar tanta sorpresa cuando cuento esto. Después de todo, la tierra de la somnolencia es la casa de dragones y hadas, de los fantasmas y las memorias, que se cuelan por las pupilas que nos empujan por un tobogán de nubes, a un país de magia y espejos.





