no se encontraran en ningún punto, paralelos, reflejos de dos vidas que son una, o que podrían serlo.
Caminan a sus justos cien pasos, sin alejarse, pero sin acercarse, como si no pudieran vivir el uno sin el otro, y aun menos hacerlo, el uno con el otro. Y son tan iguales que duele, mucho más de lo que cualquiera de ellos podría imaginar.
Nacieron siendo paralelos, noviembre 11, a las 20:08. Nacieron para vivir juntos desde la distancia, no sea cosa que se conocieran, en un arrebato loco del destino, y ya jamás nadie fuera capas de diferenciarlos o siquiera separarlos.
Alicia era rubia, tenia los ojos firmes, amaba la cocoa de su madre y le temía a las alturas sin razón aparente.
Alan era morocho, tenia los ojos fieros, solo tomaba leche si tenia chocolate y le aterraban los aviones.
Ambos tenían una cicatriz alargada en el brazo derecho, justo alado del codo. Alicia se había caído de su bicicleta un martes 31 justo encima de unas piedras, y Alan había estado saltando en el sillón cuando fue a parar sobre la mesa ratona llena de adornos, a las 3:24 de la tarde un miércoles 31.
De hecho el tres siempre fue el número de mala suerte, quizá porque ellos eran dos, quizá porque eran uno, pero lo cierto es que el tres, siempre les traía problemas. Alicia perdió su libro favorito (ese que le había regalado su tía) y Alan su dinosaurio de peluche (ese que la había legado su primo) un 3 de marzo. Alicia rompió con su novio a las 15:30 (es decir a las tres y media) mientras que Alan se peleo con su mejor amigo.
Alicia creció con fuerza en la mirada y en los pasos, estudió biología porque quería y se transformó en pediatra.
Alan creció con el humor en las manos y en la sonrisa, estudió pedagogía porque quería y se transformó en maestro.
Trabajaron a exactamente una cuadra de distancia, en turnos opuestos, durante 20 años, siempre a sus justos 100 metros de distancia, siempre uno de un lado de la calle y el otro del otro. Si hasta los mismos con los mismos niños tuvieron que trabajar. Si hasta se acostumbraron a ser llamados por la profesión (y en una memorable ocasión por el nombre) equivocado, pues los niños prácticamente no los podían distinguir.
Ambos se divorciaron tres (y maldita sea el tres) veces, porque no podían dejar de pelar (uno), porque fueron engañados (dos) y porque simplemente no funcionó (tres), pero los dos se levantaron nuevamente y encontraron el amor.
Cuarta boda, sábado 12, de su mano hasta la tumba.
Vivieron como se vive, con momentos tristes y momentos hermosos, criaron hijos, malcriaron nietos, plantaron arboles y cuidaron de más niños de los que pudieron contar. Vivieron hasta los 82, y murieron como se muere, en el misterio de una historia, en paralelo, un jueves 23, más exactamente a las 10:03.
Sus funerales fueron espejos, con niños, adultos y lagrimas, así como sus largas vidas y sus muertes tranquilas fueron reflejos, una de la otra. Los enterraron en el mismo cementerio, a 100 pasos uno del otro, y allí descansaron por la eternidad, a la misma distancia, ni más lejos, ni más cerca, como si aun en el final no pudieran estar el uno sin el otro, y aun menos el uno con el otro.
